miércoles, 15 de febrero de 2017

Feria De Sevilla


Fería de Sevilla:

LA GRAN PARADOJA: DE LA SAETA A LA BULERÍA 
Alberto García Reyes 
Al son del cascabeleo de unas reses subyugadas a los mandatos del hombre, nace el cante del labriego. "¡Arre mula!", dice el acemilero mientras entona una canturria monocorde que exige mayor desparpajo en la trilla al animal. Y luego, cuando llega la feria del ganado, el mismo cinchador que antes tarareaba en las gañanías las melodías de su tedio, se deja embaucar por el mosto y el trueque transformando los jalones de las bridas, a compás, en molimientos de nudillos sobre la madera. ¡Ay la feria! La compra-venta de ganado era quizás la excusa perfecta para salir de las fanegas de tierra cercada, donde la fatiga se daba la mano con la hambre y la uva embriagadora no era más que un sueño maldito, humilde quimera de unos hombres ahítos de faena y escasez. Pero abril, el mes que altera -no adultera- las rutinas de Sevilla, era la luz en las negruras de aquellos mozos a los que sus señores premiaban con trabajarle el ganado en el mercado de Ybarra y Bonaplata. Porque tras la intensa jornada de acarreo y trasiego de animales les aguardaba con impaciencia la taberna. Y allí, el cante nacido del folclore o de la necesidad, se hacía género cabal entre chatos de mosto del Condado y manzanilla de Sanlúcar. 
Puede que después, con el tiempo, la Feria de Sevilla haya elegido las sevillanas para componer su banda sonora. Pero la génesis fue otra cosa. En las primeras casetas se cantaba por seguiriyas y soleares, por tonás y trilleras y, en algún caso, también por sevillanas, que no hay que olvidar que éstas también constituyen uno de los palos del flamenco. El origen del cante se asienta sobre las figuras de ciertos ganaderos y matarifes, precursores de los viejos profesionales que después aprovecharon acontecimientos de este tipo para cantar en las tascas -o casetas- a cambio de unos reales. Sirvan de ejemplo las palabras de Juan Martínez Vilchez, Pericón, que José Luis Ortiz Nuevo recogió en su libro "Mil y una historias de Pericón de Cádiz": 
"Yo le veía la cara a Tomás Pavón y me daba miedo mirarlo, y es que en la caseta de al lao había un pianillo que no paraba de tocar sevillanas... y el pobre Tomás na más que pensar que tenía que cantar con el pianillo aquel se ponía malo, hasta que ya el presidente de la caseta donde trabajábamos mandó dos o tres recaos y por fin consintieron de parar un rato el pianillo; entonces aprovechó Tomás para cantar por seguiriyas; cantó una vez y ya no cantó en toa la noche porque, desde luego, es que allí no se podía". 
Esta escena, que no está fechada, pudo haber ocurrido allá por los años veinte, pues el menor de los Pavón nació en 1893 y Pericón, en 1901. Ya por entonces, el flamenco, un género que siempre ha sido poco entendido por las mayorías, empezaba a abdicar su mandato inicial en favor de las citadas sevillanas de pianola. La feria, con setenta años ya de historia, había transformado el intercambio de ganado en fiesta y jolgorio. Y el cante fue de los primeros en hacerse a la transformación: de las jonduras de antaño a la liviandad actual. 
No hay un solo cantaor de renombre que no haya pasado, sin embargo, por alguna de las casetas feriales. Entre el tumulto de bailes y palmas aún sigue habiendo sitio para las voces cabales, que hacen de la bulería un imperio con el que defender el flamenco actual. Cantaores como Juan Peña El Lebrijano, Paco Taranto, José de la Tomasa o Pepe Collantes y bailaores como Antonio Canales o Manolo Marín mantienen vivas las esencias con las que nació el festejo abrileño. Y demuestran que Sevilla, tan paradójica como maravillosamente, sabe pasar, con el alma indemne, de la queja de la saeta a la euforia de la bulería en sólo unos días, en las mismas gargantas. Como cuando los labriegos de la génesis cambiaban las asfixias del trabajo por las ebriedades del vino. En fin, como Sevilla misma. 
Alberto García Reyes 

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